El largo viaje hacia la ópera americana
Por Josep Maria Pou – Teatre Liceu
Escapando de la Alemania de Hitler, Kurt Weill lleg a a los Estados Unidos el 10 de septiembre de 1935, dando por concluido un largo periplo que le ha llevado de Alemania a Francia, de Francia a Inglaterra y ahora, por fin, de la vieja Inglaterra al Nuevo Continente, con la maleta cargada de excelentes trabajos anteriores nacidos en un Berlín especialmente propicio a la novedad y al experimento y con un claro propósito en mente: ser ciudadano americano. Al rellenar el formulario de entrada al país, en el apartado «nacionalidad», Kurt Weill escribe: «Ninguna. Antes, alemana». E, inmediatamente, telegrafía a sus amigos: «Tengo la sensación de haber llegado, por fin, a casa».
Instalado en Nueva York, Weill empieza con nueva energía una etapa de su carrera que difiere en mucho de lo que había hecho hasta entonces en Alemania, pero que mantiene algunas de sus constantes, sobre todo su apasionado amor al teatro y a la música escénica y su interés por los temas de problemática social y política. Su voluntad de integrarse en el american way of life es inequívoca; así se desprende del estudio de cartas, entrevistas y todo tipo de documentos en los que Weill no reprime la expresión de un deseo: «Quiero hacer música americana». Y con este propósito se pone manos a la obra.
Lo primero es contactar con los mejores, convencerl es de su afán de integración y contagiarles su interés. Y los mejores le abren los brazos. A los pocos meses de su llegada estrena ya en Broadway lo que puede considerarse como su primer musical americano: Johnny Johnson (1936), un brutal alegato contra la guerra, adaptación de El buen soldado Svejk de Jaroslav Hasek, con dirección escénica de Lee Strasberg; y apenas dos años después Knickerbocker Holiday (1938), una mirada crítica al New Deal del presidente Roosevelt, con texto de Maxwell Anderson y dirección de Joshua Logan; dos obras con excesiva carga política para un público poco dado a mezclar compromiso y entretenimiento, pero con partituras fascinantes.
En cada nuevo estreno, Weill va tensando la cuerda y elevando el listón del riesgo, con la seguridad que le proporciona su bagaje anterior en el Berlín de entreguerras y la confianza y el aplauso que advierte en sus compañeros y colaboradores. Lady in thedark (1941), despiadada burla del psicoanálisis mal entendido y peor utilizado, supone su primer gran éxito comercial; a ello colaboran la presencia de una gran estrella, Gertrude Lawrence, que se ofrece voluntariamente a encabezar el reparto, y las letras de Ira Gershwin, en lo que es su vuelta al trabajo tras el fallecimiento de su hermano George.
One touch of Venus (1943), divertida sátira sobre el arte moderno, y The Firebrand of Florence (1945), un drama histórico con Benvenuto Cellini de protagonista, le siguen ganando la confianza de productores y críticos, y allanan el camino para llegar, por fin, en 1947, al estreno de Street Scene, su «ópera americana», su obra por excelencia, su hijo más querido, del que, en el mismo día del estreno, Weill afirma con orgullo de padre: «Dentro de 75 años Street Scene será considerada mi mejor obra». En los dos años siguientes estrena otros dos musicales Love Life (1948) y Lost in the Stars (1949), y fallece en Nueva York en abril de 1950, apenas seis meses después de su último estreno.

De esta etapa americana y de estos ocho musicales han salido canciones que se han integrado con pleno derecho en el american songbook, junto a las de aquellos a quienes siempre quiso considerar sus iguales: George Gershwin, Irving Berlin, Jerome Kern, Cole Porter o Richard Rodgers. Canciones como September Song, Speak Low, Lost in the Stars, The Saga of Jenny, My Shipo Sing me not a Ballad, tan genuinamente americanas como alemanas eran Mack the Knife, Bilbao Song, Alabama Song, Surabaya Johnny o Pirata Jenny. Canciones que forman parte, de entonces a hoy, del mejor repertorio de crooners, orquestas y formaciones de jazz. Son puro Kurt Weill. Y son también de quienes las hemos hecho nuestras, de quienes las hemos cosido a nuestra biografía porque se colgaron de acontecimientos especiales o se invitaron solas en momentos decisivos. Es la música popular, que junto a la llamada «música culta» se funden en Kurt Weill y le convierten en músico sorprendente.
Street Scene fue, en su origen, una obra teatral de Elmer Rice que se estrenó en Nueva York en el mes de enero de 1929. Ese mismo añ o ganó el Premio Pulitzer. El éxito de público fue rotundo y se mantuvo año y medio en cartel. Enseguida saltó a los escenarios de todo el mundo. Tanto es así que el 14 de noviembre de 1930 se estrenaba ya en el Teatro Español de Madrid (al mismo tiempo que en el Globe Theatre de Londres), en traducción castellana de Juan Chabas y en un ejemplo de celeridad sorprendente en el teatro de aquellos tiempos. La obra, retitulada La calle, llegó aquí de la mano de Margarita Xirgu que, entusiasmada por la calidad de la pieza y considerando que era muy adecuada para llamar la atención sobre los cambios sociopolíticos que se estaban gestando en una España que se anunciaba ya republicana, se empeñó en formar una compañía que rondaba el centenar de actores y en la que ella misma interpretaba el personaje de Rose, la hija de los Maurrant, la joven que sueña con escapar de la dura realidad en la que vive (la calle del título) y que, a la manera de algunos personajes de Chéjov (inevitable pensar en la Sonia de Tío Vaniao en Olga, Masha e Irina de Las tres hermanas), se atreve a verbalizar:
«Merecemos una vida mejor. Quizás un día las cosas serán distintas. Puede que no siempre todo vaya tan mal. ¡Ah, si yo encontrara el modo de marcharme de aquí!».
Street Scene es un drama político-social que recoge, a modo de gran fresco, la vida, costumbres y problemática de las clases menos favorecidas en una calle de Nueva York. Una comunidad, la de un mismo edificio, forma da por personas de diversa procedencia (la mayoría inmigrantes), sometidos a los rigores de la precariedad laboral, de una convivencia no siempre fácil, de la falta de recursos, de la ausencia de un futuro claro para los más jóvenes, y de un clima extremo que convierte el calor en un castigo más a soportar con resignación. Dentro de ese plano general, el autor acerca el zoom a una historia en particular: la del matrimonio Maurrant, con su drama íntimo de soledad, incomunicación, celos, maltrato y violencia de género; pero lo hace sin perder nunca de vista el conjunto, el colectivo formado por distintas familias y aun distintas generaciones, que se convierte en el protagonista plural de la obra. No es aventurado suponer que entre el público del Teatro Español de Madrid, en aquellas representaciones de la Xirgu, se encontraran jóvenes con vocación de escritor, quizás Antonio Buero Vallejo, quizás Lauro Olmo, que años más tarde escribirían, respectivamente, Historia de una escalera y La camisa, dos obras capitales del llamado «teatro social» español, claramente influen ciadas por la estructura y temática de Street Scene; influencia que puede rastrearse también en Una vella coneguda olor de Josep Maria Benet i Jornet. Lo que es seguro es que Kurt Weill vio la función de Elmer Rice en Berlín y que fue entonces cuando naci ó la idea de convertirla en lo que, desde un primer momento, calificó de «drama musical » y «ópera americana»
En Street Scene, Weill se permite el riesgo de mezclar todo tipo de música en su voluntad de llegar a la mayor cantidad (y variedad) de público posible. Sabe que tiene que estrenar en Broadway, pero no está dispuesto a sacrificar el alto nivel de calidad que se exige para este trabajo. Sabe que la construcción que se propone puede ser demasiado compleja para los gustos de Broadway (hablamos del Broadway de los años cuarenta; es triste reconocer que sería mucho peor, si no imposible, en el Broadway de ahora mismo) y que deberá hacer concesiones, algunas leves, para conseguir el sueño de la continuidad formal entre música y texto que tiene en mente llevar a sus últimas consecuencias. Decide dejar atrás los tangos, javas, valses y marchas que tanto gustaban a Brecht en época berlinesa, y se abraza al swing, a la torch song y al blues.
Y se mira en el espejo de Porgy and Bess, que considera el único intento válido de genuina ópera americana, y que, cosas del destino, se había estrenado en septiembre de 1935, a los veinte días de que Weill se instalara en los Estados Unidos, como si de una bienvenida (cómplice y de buen augurio) se tratara. (El arranque de Street Scene recordará a más de uno, tanto en lo musical como en lo escénico, al arranque de Porgy and Bess. Y no les resultará difícil, tampoco, dando un salto en el vacío, pensar en el número «Too Darn Hot» –ritmos y estilos aparte– que Cole Porter escribió para Kiss me, Kate y que se estrenó un año más tarde).
Uno de los primeros aciertos de Weill es hacerse con la colaboración del poeta Langston Hughes para las letras de las canciones y el compromiso del propio autor de la función, Elmer Rice, para la adecuación del libreto, lo que garantizaba la fidelidad al original. Y digo adecuación, que no adaptación. Por que de todas las obras de teatro convertidas al género musical (llámense musicales, ópera u opereta), Street Scene es un ejemplo de fidelidad extrema –ni un personaje añadido, ni una escena alterada– al pensamiento, línea argumental y situaciones del texto del que se parte. Cuando, tras unas pocas funciones de preestreno en Filadelfia, llega el estreno en Broadway (9 de enero de 1947, Adelphi Theatre), las opiniones se dividen. En general, la crítica es buena, muy buena, y celebra la fusión de estilos y la enorme calidad de la partitura, pero el público, desconcertado, escasea y los productores la retiran después de 148 funciones. El 6 de abril de ese año se entregan por primera vez, en los salones del hotel Waldorf Astoria, los recién creados Premios Tony de teatro, y Street Scenese alza con el premio a la mejor partitura, proclamándola mejor musical del año. (Curioso y paradójico al tiempo: el musical que no es un musical, porque se pretende ópera, abre la historia de los Tony esencia pura de Broadway– y se convierte en el primer mejor musical de su extenso palmarés.) Nunca más se ha representado en Broadway. Una nueva producción, en 1959, a cargo de la New York City Opera le abre las puertas, ya para siempre, de todos los teatros de ópera del mundo.
Y es entonces cuando surge la eterna pregunta: Street Scene, ¿es una ópera o un musical? ¿Cuál es la diferencia? ¿El tratamiento? ¿La temática? ¿Las exigencias vocales? ¿Los intérpretes? ¿O, simplemente, la intención y voluntad del autor? En una primera y muy simple afirmación se podría decir que en la ópera el componente dramático viene dado por la música, mientras que en la comedia musical por el texto, y la música aparece como complemento, llámese ilustración, llámese comentario. Pero eso sería, repito, una simplificación muy de primergrado.
La cuestión es mucho más compleja. Los dos géneros tienen mucho en común (si amor y muerte son los temas por excelencia de la ópera, amor y muerte conforman el núcleo central de Street Scene) y solo algunas diferencias. Es en las diferencias, creo, donde hay que buscar y encontrar –si es que hace falta– la respuesta. Los límites son cada vez más imprecisos. Cuando Swenney Todd empezó a representarse en los teatros de ópera de todo el mundo, le pidieron al maestro Sondheim que se pronunciara al respecto. Sondheim lo tuvo claro y zanjó todas las preguntas con la más sencilla de las respuestas: «Ópera es lo que se representa en un teatro de ópera».
Material extraído del programa de mano

©2013 Danza Ballet