Le nozze di Figaro de Wolfgang A. Mozart (1756-1791).
Opera buffa en cuatro actos.
Libreto de Lorenzo da Ponte, basado en la comedia.
La folle journée, ou Le mariage de Figaro (1784) de Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais.
Por Tim Carter. Traducción de Juan Antonio Rico. Teatro Real de Madrid
Le nozze di Figaro de Mozart se estrenó en Viena el 1 de mayo de 1786, tres años antes del cataclismo que sacudió los cimientos de Europa, la Revolución Francesa. Si a esto añadimos que se basaba en una obra del francés Beaumarchais considerada tan subversiva que la habían prohibido en gran parte del continente, no es de extrañar que muchos historiadores vean la ópera (y muchas producciones la escenifiquen) como la representación de la caída de una aristocracia degenerada (el conde de Almaviva) y la ascensión de las clases populares (Figaro). Ciertos acontecimientos en la vida de Mozart en este periodo corroboran esta interpretación. Su padre, Leopold, había planificado para él un futuro profesional estable como músico al servicio del príncipe arzobispo Colloredo de Salzburgo, pero las ambiciones de Mozart eran mayores. El 9 de mayo de 1781 se las ingenió para que le despidieran de Salzburgo con, como él dijo, “una patada en el culo”, prefiriendo el fulgor de Viena (quizás la ciudad más cosmopolita de Europa en esa época), con la esperanza de ganarse la vida allí como compositor, intérprete y profesor. No resulta difícil imaginarse a Mozart haciendo suyas las diatribas de Figaro en contra de los privilegios aristocráticos.
¿La Revolución en escena?
Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais tuvo también una vida de lo más accidentada, trabajando como relojero, profesor de arpa, financiero, contrabandista de armas, agente secreto, diplomático, escritor satírico, editor y libretista; y siempre andaba metido en problemas debido a sus ideas políticas. La folle journée, ou Le mariage de Figaro fue la segunda de sus tres obras teatrales sobre el conde de Almaviva y su sirviente, el barbero Figaro. La primera, Le barbier de Séville, ou La précaution inutile (1775), trata sobre el ilícito cortejo por parte del noble español de Rosina, pupila del Doctor Bartolo. De ella hicieron una opera buffa tanto Giovanni Paisiello como, más tarde, Rossini. La folle journée, ou Le mariage de Figaro (1784) se desarrolla tres años después, cuando el Conde ha posado sus ojos sobre nada menos que en la prometida de Figaro, Susanna, quien está al servicio de la Condesa. La última obra de la trilogía de Figaro, L’autre Tartuffe, ou La mère coupable (1792), se ocupa de los amoríos de la Condesa con un paje, Cherubino, de quien tiene un hijo ilegítimo. Todas ellas deben mucho tanto a la tradición francesa (sobre todo Molière) como a contemporáneas corrientes italianas, entre las que cabe destacar la de Carlo Goldoni y su incorporación de técnicas y argumentos propios de la improvisada commedia dell’arte a la comedia literaria. Pero Beaumarchais les da un sesgo más afilado. La folle journée, ou Le mariage de Figaro fue tachada de escandalosa. El propio Mozart la eligió y se la sugirió a un poeta y libretista italiano recién llegado a Viena, Lorenzo Da Ponte. Es de suponer que lo hiciera en parte porque estaba de acuerdo con su mensaje, pero se puede aventurar que también deseara dejar su impronta. En todo caso, dejó que fuera Da Ponte quien justificara ante el emperador José II la elección de un tema tan arriesgado. Su argumento fue que nadie podría esperar que una ópera trasmitiera un contenido político serio y que lo que no se podía decir sí se podía cantar sin ningún problema.
¿Una “jornada loca”?
El título de la obra, La jornada loca, o La boda de Figaro, puede que de alguna manera rebaje la consideración “política” de la ópera; puede que sólo se trate de un día “loco” de agitación cómica. Dentro de la tradición de la commedia dell’arte, los sirvientes siempre dan su merecido a sus lascivos amos, y las mujeres siempre demuestran ser más listas que los hombres. Pero esto no refleja la realidad (ni supone una declaración política), y el Ancien Régime se mantiene a salvo. Esto es aún más claro en lo que se refiere al libreto operístico, del que Da Ponte ha eliminado cuidadosamente los elementos más contestatarios del texto de Beaumarchais (y resulta discutible si Mozart pudo rescatarlos con su música). Tanto la obra de teatro como la ópera se pueden leer como un pequeño drama doméstico que tiene lugar en un remoto palacio español. La revolución queda muy lejos. Es probable que los asuntos domésticos tuvieran de hecho más importancia para Mozart en aquel momento. Acababa de tener problemas con una boda, la suya con la cantante Costanze Weber en 1782, para la que no había contado con el consentimiento de su padre. Pero sin duda había otros aspectos de la obra que también atraían a Mozart: su abundante comicidad, ingeniosos juegos de palabras, humor visual basado en un ágil movimiento escénico, y un enorme potencial musical. De hecho, la misma obra teatral precisa música en cinco momentos distintos (uno de ellos se convirtió en el “Voi che sapete” de Cherubino del segundo acto, y otro en el final del tercer acto) y hay otras dos ocasiones en las que aparecen canciones populares.
La ópera italiana en Viena
La representación de Il barbiere en Viena confirmó un cambio de dirección por parte del principal teatro de ópera de la ciudad, el Burgtheater. En 1776, José II había despedido a su compañía de ópera italiana con el objetivo de potenciar el teatro en lengua alemana. Esta es una de las razones que empujaron a Mozart a probar fortuna lejos de Salzburgo, y también explica por qué su primera ópera vienesa fue un Singspiel en alemán, Die Entführung aus dem Serail (1782). Pero los emperadores suelen tener la mala costumbre de cambiar de opinión. A finales de 1782, José II estaba de nuevo buscando cantantes italianos, y en abril de 1783 se estableció en el Burgtheater una nueva compañía italiana. La estrategia de Mozart quedaba en entredicho, y aunque trató de compensarla escribiendo música instrumental, sabía que tendría que escribir otro tipo de música escénica para la que él, como germanoparlante, siempre iba a estar en desventaja. Y ciertamente sufrió con el cambio. Como escribió a su padre el 7 de mayo de 1783, “he mirado más de cien libretos, y no he encontrado ni uno con el que estuviera satisfecho; es decir, habría que hacer tantos cambios aquí y allá, que incluso si un poeta se pusiera a ello, le sería más fácil escribir un texto completamente nuevo (lo que siempre sería lo mejor en todo caso)”. Mozart buscaba desesperadamente triunfar en los escenarios, pues era ahí donde se encontraba la verdadera fama y fortuna. Sólo así se entiende que peleara duramente por conseguir encargos como el de un pequeño entretenimiento de corte en alemán, Der Schauspieldirektor (El empresario) a principios de 1786. También tenía que superar el prejuicio extendido de que sólo los italianos podían escribir opera buffa. Por eso debía esforzarse el doble por ser original: “En todas las óperas que se representen hasta que acabe la mía”, escribió a su padre (10 de febrero de 1784), “no habrá una sola idea que se parezca a una mía”. Pero era un severo crítico de los malos libretistas y necesitaba un buen tema para excitar su imaginación. Encargar a Da Ponte que trabajara sobre Beaumarchais resultó todo un acierto.
Bravo! Bravo! Benucci
Cuando Mozart pidió a su padre que hablara con Varesco en 1783, tenía muy claro lo que quería: “Lo más importante es que en su conjunto la historia sea realmente cómica; y, si es posible, que tenga dos protagonistas femeninas de igual altura, una seria, y la otra mezzo carattere, pero ambas de la misma importancia y excelencia. El tercer personaje femenino, sin embargo, puede ser enteramente buffo, lo mismo que todos los masculinos, si es necesario”. Esta petición ha sido a menudo considerada profética: sus tres óperas basadas en textos de Da Ponte (Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte) se ajustan a este requisito de forma casi perfecta. Pero el compositor probablemente tuviera en mente otras consideraciones de orden más pragmático, dado que para entonces conocía las características de la nueva compañía del Burgtheater, que incluía al bajo italiano Francesco Benucci (el futuro Figaro) y a la soprano inglesa Ann (Nancy) Storace (la futura Susanna). Los cantantes dictaban y limitaban a la vez lo que Mozart podía y no podía hacer. Los necesitaba de su lado, aunque sólo fuera para garantizarse el éxito. Un buen ejemplo de ello es la joven Anna Gottlieb. Llevaba actuando en el Burgtheater en pequeños papeles desde que tenía cinco años, y la Barbarina de Le nozze di Figaro (Gottlieb sólo tenía doce años) era claramente uno más de ellos: sólo tiene una pequeña cavatina al principio del cuarto acto. Un segundo ejemplo: si Susanna es algo más que una mera sirvienta (como la Zerlina de Don Giovanni o la Despina de Così fan tutte) se debe sin duda al talento vocal y teatral de Storace. Si hemos de creer al tenor irlandés Michael Kelly (el primer Basilio y Don Curzio), a Mozart le encantaba la interpretación de Benucci del aria final del primer acto, “Non più andrai, farfallone amoroso”, cuando Figaro envía supuestamente a Cherubino al frente, estratégicamente situada para asegurarse el máximo aplauso. No hay duda de que Mozart es un gran compositor, pero también era un hombre de teatro.
Trabajando en equipo
Mozart, por tanto, escribió Le nozze di Figaro para nueve cantantes, con dos de ellos doblando personajes, y un pequeño coro. A cada uno de los cantantes le correspondía un número determinado de arias solistas dependiendo de su rango en la obra, lo cual explica en parte la sobreabundancia de dichas arias en el último acto (razón por la que se tiende a cortarlo, en detrimento de Marcellina y Basilio). Pero la compañía del Burgtheater también parece que trabajaba bien en equipo y podía cantar sin problema los números de conjunto que son una de las maravillas de la obra. Aquí Mozart muestra todo lo que ha aprendido (dentro del estilo que llamamos clasicismo vienés) gracias a las sinfonías, conciertos y cuartetos que había compuesto en Salzburgo y Viena. Su dominio del contrapunto, perfeccionado en los seis cuartetos “Haydn”, le permitía combinar líneas musicales contrastadas para obtener una determinada caracterización dramática. Y su probada habilidad con las dinámicas de la forma sonata le ayudaba a la hora de hacer uso de la disonancia tonal que reflejara los diferentes giros argumentales. Los tríos del primer y segundo acto, los finales del segundo y cuarto, y el fantástico sexteto del tercero (según Kelly, el momento favorito de Mozart en toda la ópera) dan fe de una nueva concepción de los números de conjunto, quizás el aspecto más perdurable de la obra.
Hay muchas buenas razones para seguir llevando la música de Le nozze di Figaro a los escenarios. Está llena de detalles teatrales y el ritmo dramático es excelente. Mozart también se sirve de manera significativa del baile, tanto de los nobles minuetos con los que los sirvientes desafían a sus amos (Figaro en el “Se vuol ballare” del primer acto, o Susanna cuando aparece de repente en escena al final del segundo), como del fandango que puntea el final del tercero (cuya melodía proviene, quizás de forma reveladora, del ballet Don Juan de Gluck). Digan lo que digan los analistas musicales, estamos ante un ejemplo magnífico de comedia musical en el más alto sentido del término.
Señales de éxito
Mozart tenía sus enemigos en Viena, algunos de los cuales, según Da Ponte, intentaron sabotear Le nozze di Figaro; el final del tercer acto era particularmente problemático dadas las recientes resoluciones del emperador en contra del baile en los escenarios operísticos. Pero la obra se representó nueve veces en Viena en 1786, cifra muy razonable para aquella época, y su música pronto empezó a circular en forma de arreglos instrumentales, una clara señal de éxito. Tuvo aún mayor repercusión en Praga, donde Mozart la dirigió a principios de 1787 (comentaría entusiasmado que por toda la ciudad se oía a gente silbar melodías de la ópera), lo que explica el encargo que recibió para Don Giovanni en dicha ciudad. Le nozze di Figaro se repuso en Viena en agosto de 1789, ocasión para la que Mozart escribiría dos nuevas arias para una nueva Susanna, Adriana Ferrarese del Bene (amante de Da Ponte y la Fiordiligi del estreno de Così fan tutte), y revisaría otras partes de la música, especialmente las del Conde y la Condesa. Esto plantea la interesante cuestión de cuál de las dos versiones de la ópera es mejor: la primera de 1786 (que es la que se suele representar hoy en día) o la revisión de 1789. La obra viajó pronto a Alemania, Francia e Italia (aunque los italianos no eran muy partidarios de Mozart, cuya música consideraban demasiado complicada), y también a Londres (1812), donde se solía representar tanto en italiano como en inglés, con adaptaciones tan poco afortunadas como la de Henry Bishop para el Covent Garden (1819). Pero esta ópera pudo con todo y su permanencia en los escenarios siguió, y sigue estando, asegurada.
Tim Carter es musicólogo
Traducción de Juan Antonio Rico