Barbara Karinska, un tutú, un Oscar y Dalí. La diseñadora favorita de Balanchine, la que reinventó el vestuario del ballet

Nueva York, 1939. Salvador Dalí estrena su particular versión del ballet Venusberg en la Metropolitan Opera House. Viene de París, expulsado del grupo de los surrealistas por pintar El enigma de Hitler. Con esas credenciales llega a Estados Unidos, donde se dispone a hacerle un psicoanálisis a otro alemán, Richard Wagner, esta vez sobre las tablas. La cita es un acontecimiento, pero al poco de arrancar, empiezan los silbidos.

El público no es el único decepcionado, al día siguiente, el crítico del New York Times, John Martin, emplea palabras como “paranoica” o “profanación” para referirse a la obra del catalán. La única que se salva en la reseña es una tal Madame Karinska, de quien el programa dice que ha cosido el vestuario “sugerido” por Dalí aunque Martin, conocedor del talento de la señora, insinúa que todo en esos trajes es obra de ella.

Por Silvia Cruz Lapeña para revista Vanity Faire (29.4.2018)

Madame Karinska se llama Barbara. Nació en 1886 en Járkov, la actual Ucrania, entonces Imperio Ruso. Hoy, Día Internacional de la Danza, pocos recordarán su nombre, pero no sólo el ballet y los musicales le deben vestidos e imágenes gloriosas, también el cine: ella fue quien convirtió a Ingrid Bergman en Juana de Arco y hacerlo le valió un Oscar en 1948.

Tres negocios en uno

La joven Barbara estudió Derecho, tuvo una hija y enviudó joven. Por su linaje, estaba más destinada a lucir los tejidos que producía su padre, un rico empresario textil, que a convertirlos en obras de arte. Pero la Revolución Rusa le haría cambiar de vida. Su segundo marido, Nicholas Karinsky, fue un abogado que acabaría gobernando varias provincias del sur a petición del Ejército Blanco, pero cuando los bolcheviques tomaron Crimea, se exilió a Estados Unidos. El resto de la familia de Barbara, padres y hermanos, eligió Bruselas. Todos menos ella, que tomó la decisión de quedarse en Rusia con su hija y un sobrino al que adoptó. Y así fue como la rica heredera tomó las riendas de su vida en un país comunista.

Barbara Karinska, un tutú, un Oscar y Dalí.  La diseñadora favorita de Balanchine, la que reinventó el vestuario del ballet
Date: 1966. Karinska, Barbara. Costume for a female dancer in George Balanchine’s ballet ‘Bugaku’. The ballet, with music by Toshiro Mayuzumi, was first performed by the New York City Ballet at the City Center of Music and Drama, New York on 20th March 1963. The scenery was designed by David Hays and the costumes were designed by Karinska. Allegra Kent and Edward Villella created the leading roles.

Para empezar, reinventó su casa de tres plantas. En la primera, puso un salón de té. En la tercera, un taller de costura. Y en los bajos, una escuela de bordado. Así organizó Karinska su primer negocio en un país donde había muchas restricciones para montarlos, pero ella consiguió un tres en uno haciendo poco ruido, recurriendo a sus contactos familiares y entablando nuevas relaciones con la gente adecuada.

En el café reunía a artistas, intelectuales y funcionarios de Moscú. Eso de por sí le daba ingresos, pero también contactos e influencias que le permitieron abrir el taller en el que reutilizó su buen gusto para coserles y venderles trajes a las esposas de los nuevos gobernantes. La escuela de costura fue más fácil de justificar: cobraba a las proletarias por enseñarlas pero a la vez les daba herramientas para ganarse la vida.

Vestir a Gene Kelly y Gary Cooper

Esa forma de volver a su favor cualquier situación define el carácter de una mujer que se casó y emigró tres veces y que siempre fue a la suya. Tras la muerte de Lenin volvió a demostrar su talante. Como barruntó problemas, decidió huir pero disfrazó su salida del país como una gira cultural en la que mostraría la artesanía textil de la URSS a otros países europeos. Era una excusa. El plan real la llevaría en tren hasta Alemania para luego ir a Bruselas. El destino final sería París, pues la capital belga le resulto a Karinska muy aburrida.

En la estación, su hija Irina de 14 años, lloraba y se despedía de sus amigos moviendo el sombrero. En ese momento, su madre le dio un codazo: “Deja de lloriquear”, le dijo Barbara en un gesto que no era de dureza sino de precaución, pues en el fondo de ese sombrerito confeccionado por ella había escondido un montón de diamantes. Con ellos, madre, hija y sobrino saldrían adelante en la capital francesa.

Barbara era precavida, rápida y negociante. Volvió a demostrarlo más tarde en Hollywood, cuando las productoras la reclamaban para tantas películas que no podía atender las peticiones de su propio atelier en Nueva York. Aprovechando que pasaba largas temporadas en Los Ángeles, alquilaba su mansión a compañías de teatro y de ballet y así sacaba partido de su casa-taller mientras ella inventaba trajes para actores de la talla de Gene Kelly o Gary Cooper.

Barbara Karinska, un tutú, un Oscar y Dalí.  La diseñadora favorita de Balanchine, la que reinventó el vestuario del ballet
Mme. Barbara Karinska (L) talking w. Mrs. Igor Stravinsky (R) as Edward Bigelow, Assistant Manager of the New York City Ballet, looks on at a party following a performance by the New York City Ballet during the Stravinsky Festival at the New York State Theater. (Photo by Gjon Mili/The LIFE Picture Collection/Getty Images).

Un tutú para la posteridad

En París, las piedras preciosas duraron poco. Karinska sabía que haciendo trajes no se haría rica, así que fue a la caza de proyectos que salieran más rentables. Su primer acercamiento al séptimo arte lo tuvo con Los amores de Casanova, en 1927. La segunda aproximación al show business la metió en la danza para siempre. Fue con el Ballet Ruso de Monte Carlo, donde se encargó de hacer realidad los bocetos creados por artistas como Joan Miró. El coreógrafo era Balanchine, un ruso exiliado como ella y estrella prometedora para quien diseñaría trajes en 75 de los 200 ballets que dirigió.

Desde el principio se alimentaron uno del otro. Para Mr. B., como se le conocía, las bailarinas debían ser etéreas, muy femeninas, pero no frágiles. Con el objetivo de conseguir esa imagen, una de sus consignas era que los hombres no debían agarrarlas de las manos, sino acercarse para que ellas se apoyaran, reposaran o usaran el cuerpo masculino como sostén. Para eso, hombre y mujer deben estar muy próximos y un tutú como el de entonces, alambrado, largo y rígido, hacía imposible esa sutileza en el contacto. Por eso Barbara inventó otro.

Así nació el tutú “soplo de polvo”, el que hoy conocemos, el que lleva el apellido de su padre y de su madre: el tutú Balanchine- Karinska, uno de falda corta con varias capas, cada una más breve que la anterior. Barbara le regaló otra modalidad a su director, a las bailarinas y a la posteridad: el vestido de gasa hasta la rodilla, con el que consiguió más comodidad para las artistas. Pero Karinska buscaba algo más.

Nueva York y la belleza

La Segunda Guerra Mundial la pilla en Londres, donde ha conocido a fondo el mundo el ambiente de los musicales. Sin dudar, coge un barco y se va a Nueva York, donde Balanchine, le habilita un estudio en la recién creada School of American Ballet. Con él todo fueron éxitos: Joyas o Cascanueces son sólo dos de los títulos que llevaron juntos a escena. A principio de los años 60 decide jubilarse, cierra el taller y libera a su sobrino de su tutela.

Pero en 1964 la llama de nuevo Mr. B., entonces al frente del Ballet de Nueva York, y ella vuelve para coser, bordar, hacer tutús, chaquetas, coronas, túnicas o uniformes hasta pasados los ochenta años. Será una etapa fructífera y llena de color. Es la época en la que con dibujos de Marc Chagall, Karinska crea el espectacular vestuario de El pájaro de fuego, obra de Igor Stravinski y los críticos destacan su gusto para elegir colores y tejidos, con texturas tan bien fraguadas y tan distintas en cada ocasión que parecen pensadas para bailar una música concreta. Con su modo de idear y afinar en los detalles, lo que busca Barbara es la belleza.

“Lo es todo”, le dice a sus nietos en una carta en la que lamenta haber aceptado dar clases en una escuela de diseño. “No era excitante, sólo querían conocer la técnica”. Acudió un par de veces, después renunció. Que el trabajo de Karinska iba más allá de la costura es evidente: cuenta con su sobrino, Laurence Vladi, dibujante y escultor que le hace los bocetos y la ayuda en todos sus proyectos y ella misma no empezó en el ballet con el dedal, sino con el caballete. Fue durante su segundo matrimonio, cuando su vida era más ociosa y se dedicaba a pintar cuadros de bailarinas a los que añadía trozo de seda y otros tejidos. Tuvieron cierto éxito en Moscú, donde llegó a exponerlos.

Mérito compartido

En la línea de buscar lo bello y lo excelente aconseja también a su hija Irina, que vive en París donde ha abierto su propio atelier. Sin embargo, Barbara no olvida la parte artesanal de su tarea: “Con las manos puedes hacer cualquier cosa”, dice Barbara durante una entrevista de 1960 en la que el periodista observa que la señora no para de apretar una pelota de goma roja y blanca. Lo hace para entrenar sus manos, para reforzar sus dedos, con los que clava agujas y alfileres a la velocidad del rayo, pues tiene por norma rematar todos sus trajes minutos antes de que empiece la función.

Ese afán de perfección también lo compartió con Balanchine, cuya única obra inacabada fue The Birds of America. Cuando murió algunos amigos contaron que perdió el interés en la pieza cuando se dio cuenta de que Karinska ya no estaba en condiciones de diseñarle el vestuario. Algo se intuye en lo que declaró sobre ella poco antes de morir: “Le atribuyo el 50% del éxito de mis ballets que ella vistió”. Él murió en 1982. Ella un año después. La prensa de medio mundo le dedicó a Balanchine un obituario, a Barbara Karinska no.

Barbara Karinska, un tutú, un Oscar y Dalí.  La diseñadora favorita de Balanchine, la que reinventó el vestuario del ballet
Barbara Karinska, “Diamonds” costume from Jewels, original designed in 1967 Eileen Costa/©The Museum at FIT

 

 

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